TIEMPO (in)VISIBLE
Libro de fotografía y poesía. Edición Caravansari. Dedicado a Javier Carnicer / 20X20 / 2014-2015
DE LA BELLEZA TRÁGICA DEL SER
"Allí de donde vienen todas las cosas, en ello se convertirán, según la necesidad: pues se pagan mutuamente pena y retribución por su injusticia, según la disposición del tiempo".
Anaximandro de Mileto
La suerte está echada. Desde el preciso instante en que nos asomamos a este mundo, nuestro destino último (y ojalá que no único) está fijado y es ineludible. Tal vez estaba en lo cierto el viejo Heidegger al afirmar que el hombre (y la mujer, claro) es un SER-PARA-LA-MUERTE. Inmersos en esa esencia trágica y hermosa soñamos el sueño de la individuación, y entre la atmósfera vaporosa de esa ensoñación edificamos un “yo” que nos representa –y que es por tanto más representación que cosa- y al que alimentamos con rasgos y atributos también soñadamente distintivos. Como hombres y mujeres la muerte no existe, no está en nuestra hoja de ruta, y si está la ignoramos, tendemos un pretendido velo de olvido sobre su ineludible potencia. Y vivimos. O soñamos que vivimos.
El individuo, desdoblado en creador, es otra cosa. Asume la existencia de la muerte como culminación del proceso o, cuando menos, acepta de algún modo el envite. Y lucha y se debate en la ardua y oscura tarea de indagar acerca del hecho crucial de la desaparición, de la disolución como “yo”, del regreso a allí de donde vienen todas las cosas. Más allá de la supuesta injusticia que, según Anaximandro, cometemos al venir, al separarnos del Todo, nuestro instinto, el conatus que diría Spinoza, nos impele a mantener una lucha, una tensión con el tiempo en la esperanza de encontrar alguna forma de alcanzar el ideal de Fausto, de detenerlo. En el ansia de dar rienda suelta a ese deseo vital, creo, es donde se gesta la obra de arte, donde brota la poesía.
Conocí a Edu Barbero hace ya algunos años. Nos vimos felizmente involucrados en un proyecto hermoso y algo ingenuo, una pequeña revista –grande en ilusión y con ciertas aspiraciones ideológicas, podríamos decir- que pretendía dar voz a poetas desconocidos y sin otros cauces para brindar algún tipo de salida a sus escritos. En La musa araña, que así se llamaba la publicación, nos fogueamos unos cuantos necesitados de vehículo para ir a alguna parte, hasta que otros debates ajenos a la pura plasmación por escrito de la palabra nos aconsejaron tomarnos un descanso... que dura hasta hoy.
Afortunadamente, otros foros –el Aula de Poesía de Barcelona, la revista Caravansari, etc.- nos brindaron espacios de aire fresco y limpio, y profundidad de campo para dar rienda suelta al deseo de crear y de compartir con otros agentes nuestra persecución de la belleza en ese instante en que anhelamos se detenga, aunque esa detención nos fuerce a tener que cumplir nuestra parte del pacto con la representación de Luzbel. Y se fueron sumando otros, y otros, y otros... y seguimos en esto de los versos, en esto de la imagen, en esto de la poesía, desde perspectivas diferentes, acaso confrontadas, pero nunca enfrentadas, mas sí complementarias. Seguimos dialogando a nuestro modo, buscando las complicidades en lo literario y en lo artístico, hurgando en lo propio y en lo ajeno, rascando la corteza de las cosas en busca de vaya usted a saber qué. Y resulta que, en pleno fragor lírico, acabamos siendo conscientes de que, finalmente, lo más importante que quedará de todo esto es ese recorrido compartido, esos lazos hermosos que se han ido creando entre nosotros, más allá de la agudeza, de la lucidez –mayor o menor- que seamos capaces de imprimir a nuestras humildes plasmaciones en imagen o en verso, en poemas discursivos o visuales, en palabras o en fotografías. Y ese compartir, ese trato de viejos camaradas curtidos ya en unas cuantas batallas, es también, a su vez, otro leitmotiv, otra razón de ser para nuestra obstinación en querer detener el instante, porque, a la manera de los Goytisolo, Gil de Biedma, Barral y los demás de esa generación (y sin ninguna intención de compararnos con esos grandes autores) nuestras conversaciones, nuestros encuentros ante una mesa bien nutrida, ante unos cafés o unas cervezas, nuestros paseos por la ciudad a horas intempestivas han sido, son y –espero- serán materia prima para nuestro ensueño creador y, a veces, la propia letra de la melodía que vamos tarareando.
Por esa razón es motivo de alegría, a la vez que una responsabilidad grande y un reto interesantísimo, aunar en este Tiempo invisible, segundo volumen de una serie que Edu Barbero dedica al Tiempo, los versos con las imágenes, en una suerte de maniobra aprehensora de sus brillantes fotografías, en las que su mirada de artista se posa sobre el detalle fugaz, lo atrapa y lo muestra en toda su sutileza; o persigue las huellas del tiempo en los objetos, los edificios, los espacios, los paisajes urbanos o naturales; o incluso crea, en ocasiones, los escenarios propicios para expresar aquello que persigue: la herida del tiempo, la pérdida irreparable, el azote salvaje del vacío, la atrayente posesión de la nada, el fantasma de la disolución.
Cuando tuve la suerte de conocerlo, Edu Barbero era, entre otras cosas y sobre todo, un fotógrafo de instantáneas, un cazador de imágenes dotado de una sensibilidad enorme y una agilidad felina para asaltar el instante y volcar sobre él todos los condicionantes que, de manera espontánea y natural, se daban en el preciso momento de disparar. Con el tiempo, además de seguir conservando esas cualidades, ese instinto depredador de artista, ha ido incorporando en sus obras el concepto de intervención a posteriori, lo que les otorga, a mi entender, un carácter más meditativo y/o reflexivo. Desde que le recuerdo, siempre ha mantenido un interés grande por la poesía. Producto de ello son, además de sus excelentes poemas visuales (y de su magna labor como compilador), textos de su autoría que, por modestia o pudor no nos ha revelado. Ha preferido casi siempre el intercambio, la colaboración, la interacción. Este Tiempo invisible avanza por esos derroteros de la interacción, de la mano de un puñado de poetas dispuestos a sumergirse en esos escenarios traídos por el fotógrafo, el cazador, el soñador, el que pactó –como todos lo hacemos- con algún demonio propio, de los inventados, para poder seguir persiguiendo ese instante hermoso y definitivo que, en tanto llega, va precedido de una multitud de otros instantes, hermosos también y, a su modo, también definitivos.
Mientras este volumen –marcado en su contenido por la impronta de la muerte, o, si se prefiere, de las muertes de distinta índole que van acaeciendo en nuestros procesos vitales- seguía su camino de gestación (perdón por la torpe paradoja), un amigo queridísimo, cuyos versos transitan estas páginas y cuyo recuerdo quedará entre nosotros mientras existamos o tengamos conciencia de que existimos, ha cruzado la delgada línea que nos separa de ese otro estado del que nada conocemos, salvo que se manifiesta en la desaparición del cuerpo y del “yo” que alberga. Valga todo este entramado de palabras e imágenes de sencillo y sentido homenaje a Javier Carnicer, el poeta, el amigo querido, el hombre bueno, habitante ya de ese tiempo invisible, que con sus “lijas” –así es como él llamaba a sus poemas- alisaba la superficie áspera y rugosa del mundo, haciéndolo más suave, más amable, más habitable. Javier, amigo, te queremos.
Allá van, pues, las fotografías y sus versos, los versos y sus fotografías, en la hermandad permanente de lo efímero. Guardo silencio para que se escuche, poniendo fin a mis desconcertadas palabras, la voz de un poeta en cuyos versos también nos hemos encontrado Edu Barbero, Javier Carnicer, servidor y muchos otros. Y nos reencontraremos: Miguel Labordeta.
¡Ah hermanos...
hermanos míos en la muerte...!
Sagrados emigrantes hacia la orilla de los Cielos
sobre mi corazón resbaláis hondamente
como los ciervos moribundos al caer en la nieve.
J. A. Arcediano
SVH, septiembre de 2015